EL HOMBRE QUE



EL HOMBRE QUE HABÍA PERDIDO LA MEMORIA

El hombre que había perdido la memoria no es que no supiese quién era o cómo se llamaba. Sabía perfectamente dónde quedaba su casa y qué nombre tenía su mujer. Lo que no recordaba eran otras cosas: Por qué había llegado a ser quién era. Por qué estaba obligado a responder, si alguno por la calle le mentaba aquel nombre con que le decían. Por qué aquella mujer, Carmen, era cada día su mujer. Por estas y otras cosas parecidas, el hombre que había perdido la memoria pudo llegar a viejo sin que nadie notara nunca nada extraño, y morirse en una cama regulable y completamente articulada, en la sección de módulos asistidos de una residencia en las afueras, rodeado de las máquinas que le ayudaban a vivir, y de los suyos.







EL HOMBRE QUE NO CONSEGUÍA PEGAR OJO

El hombre que no conseguía pegar ojo, cogió el coche y sin pensarlo dos veces lo estrelló contra la pared que tenía más a mano. “Se va a acabar la historia”, había amenazado a su hijo antes de hacerlo. Tras el impacto, uno de los ocupantes salió despedido y fue a caer sobre el parterre de un vecino, donde quedó como entre acostado e inserto, con la pierna derecha en una extraña torsión entre las arizónicas y algo parecido a dientes de león. Del otro ocupante, salvo la cabeza, lo demás había quedado dentro del vehículo. Ahora, todo estaba en silencio. Tanto que se escuchaba el hilillo del sollozo entrecortado al respirar del niño, y a lo lejos, la retransmisión del tour de Francia dentro de un televisor.






EL HOMBRE QUE SIEMPRE SE ESTABA COMIENDO LA CABEZA

El hombre que siempre se estaba comiendo la cabeza lo pasaba fatal todo el rato, por eso, cuando vio por primera vez en toda su vida un grupo de 6 muertos vivientes que se aprestaban a devorarle justo en el momento en que entre dos chaparras estaba en cuclillas y apretando para expulsar un buen pedazo del desayuno campero de la montería, tuvo un primer momento de horror, pero enseguida se hizo las cuentas y dejó que los muertos vivientes hicieran lo suyo cuanto antes. No se comería la cabeza con lo que estaba pasando y cómo se las apañaría para sobrevivir. Mejor se desahogaba el estómago y dejaba que le comiesen el cerebro






EL HOMBRE QUE HABÍA MEZCLADO ANTIDEPRESIVOS CON ALCOHOL Y OTRAS COSAS

El hombre que había mezclado antidepresivos con alcohol y cosas por pasar la tarde noche con los primos en un concierto cuasi religioso para el entramado familiar y su sostenibilidad en el tiempo, tuvo una pesadilla generacional, dormido en el asiento de atrás del coche de policía. Una pesadilla generacional en la que, en una sala de interrogatorios y usando para ello todo el tinglado y las mañanas del miedo y la luz del flexo en los ojos y el dolor y la vergüenza, etcétera, le preguntaban a él, como portavoz de toda la generación nacida con la Democracia. Y dice el policía que daba unas voces terribles, con los ojos en blanco, diciendo que unos tipos con una máscara de látex igual que su cara, vestidos con traje gris y camisa blanca, le intentaban sacar la respuesta a estas dos preguntas: ¿a qué distancia te encuentras ahora de lo que decían las canciones de Roberto Iniesta en ¿Dónde están mis amigos? ¿Y respecto al Deltoya?







EL HOMBRE QUE ACABABA DE ESCRIBIR EL BORRADOR DEFINITIVO DE SU OBRA MAESTRA

El hombre que acababa de escribir el borrador definitivo de su obra maestra, bajó a la calle a respirar y actualizar las recetas de lo suyo, pero mientras andaba, notó que ciertas personas se le quedaban mirando. No demasiado tiempo, pero sí más de lo normal. Un segundo más de lo normal, aunque sin parar realmente de hacer sus cosas. Era sólo eso, un momento más de cara de persona al cruzarse. Pero lo había notado desde que había salido de su casa, la buhardilla de un edificio centenario en el centro de una calle menor que daba a una calle de renombre que cruzaba, en esa misma manzana, con una de las arterias comerciales por la que se llegaba al centro. Desde allí al lugar en el que está parado ahora, justo delante del cristal de un escaparate, había contado 17 personas. Personas arracimadas en grupos de tres o cuatro personas, donde más de la mitad de ellas tenía el móvil en la mano. La hora del desayuno de las oficinas en pleno mes de julio. En algunos casos, al cruzarse con algún grupo de personas, había notado que algunos de esos circulitos de los objetivos de las cámaras en el lomo de los móviles, apuntaban hacia él, aunque enseguida se convencía que seguro estarían haciendo cualquier otra cosa. Sobre todo hablar. Hablar con personas al borde de otra pantallita. No podía ser que alguien le hubiese reconocido. Por ahora, porque todo eso iba a cambiar en unos meses. Eso era lo que iba a pasar. A lo sumo en un año. Iba a cambiar todo. Lo había planeado con su agente. Todavía era pronto, aunque seguía comprobando cómo esas personas se quedaban en su cara un segundo más de lo normal cuando las cruzaba por la acera o en el paso de cebra esta mañana. Personas dentro de los grupos de personas y personas que iban solas, siempre con algo colgado del hombre o algo entre las manos. La pregunta era ¿qué pasaba?, pero venía con un huesecillo dentro donde decía ¿me habrán reconocido? Porque la verdad era que desde que, convencido por su agente y después de mucho bregar, había empezado a subir fotos de su cara al blog, en el que hasta ahora sólo había colgado sus palabras, el ratio de visitas había subido. Era la hora del café y el vasito de agua, la tosta de pan con tomate y aceite, la cocacola zero y el cigarrito. Y todas esas personas salían de las oficinas para hablar con sus novios mientras despellejaban, con la persona de al lado, al imbécil del jefe y sus putos planes de mejora, leían el diario gratuito y a la vez actualizaban en twitter. Mientras se toca la barbilla en el reflejo del escaparate, piensa en que sólo siendo máquinas son capaces de hacer todo eso las personas. Arrancan a andar porque también piensa que tiene que pasarse por casa de su agente, porque, como trabaja en el turno de noche de una obra hasta bien entrada la tarde, no va a conectar el maldito teléfono.








EL HOMBRE QUE TENÍA EL CORAZÓN
MÁS GRANDE DEL MUNDO

El hombre que tenía el corazón más grande del mundo sonreía con una extraña confianza ante las decenas de personas, los focos y el ojo de cristal de la cámara, a pesar de la enorme y asquerosa malformación que le abultaba el pecho desnudo.








EL HOMBRE QUE HABÍA CONVENCIDO A TODO EL MUNDO

El hombre que había convencido a todo el mundo de que estaba destinado a grandes cosas había soplado con dolor cervical aquellas 35 velas encima de una tarta en la que estaba escrito su nombre junto a un logotipo del centro comercial donde la había comprado su madre. Dos tiras azules, de esas que llevan los jugadores de baloncesto, le sobresalían por la parte de piel de la nuca que dejaba el jersey que le había dejado su hermano y parecían conectarle con las orejas. Después de soplar y recibir los parabienes de las tres momias que junto a él festejaban alrededor de la mesa, se retiró al cuarto de baño pequeño de la primera planta, y delante del espejo, se pulsó los 5 clips que tenía en la oreja izquierda. Eran unos botoncitos terminados en agujas que conectaban alguna parte de su cerebro con una piscina llena de mermelada de frutas del bosque. El paramédico zen al que le había llevado su primo, le había dicho que llevando esos botoncitos durante una semana y con otras dos o tres sesiones más, podría volver a entrenar para preparar las pruebas físicas de vigilante de seguridad que le había conseguido un amigo de su tío por parte de madre, y que sin duda él iba a aprobar, porque ya le tenían la plaza guardada y él siempre había sido muy bueno con los libros.







EL HOMBRE X

El hombre X no dejaba de correr de un lado al otro como un ridículo pollo sin cabeza por el descampado y tú le llamabas saltimbanqui y yo recargaba y los dos nos reíamos desde el puesto de tiro.







EL HOMBRE QUE HABÍA PERDIDO LA CABEZA

El hombre que había perdido la cabeza no paraba de llamar por teléfono a tu mujer para preguntarle dónde estaba y cómo era que había llegado hasta allí.







EL HOMBRE QUE SE HABÍA SENTADO DELANTE DE Mí

El hombre que se había sentado delante de mí en el asiento de copiloto del coche del Araña, no dejaba de parlotear sobre las veces que había visto El Padrino y cómo eso le había ayudado a aguantar en la trena estos 158 días de preventiva. No dejaba de parlotear, mirando y haciendo el tipo de cosas que mosqueaban al Araña, que precisamente se llamaba así por la peli de Scorssese en la que el hijo de puta del enano le pega un tiro en el pie. El hombre no dejaba de parlotear y mirar al Araña y darle en el hombro y salpicarle con la salivada del Padrino y negarse una y otra vez a que pusiera la música. Tanto movimiento de cabeza, hizo que el pincho con que le ensarté desde la parte de atrás del coche se le metiera de mala forma, así que tuve que meterle dos o tres viajes más. El Araña puso una cara rara, pero siguió conduciendo sin poner música hasta el vertedero y después sacamos la gasolina. El Araña se reía porque el puto bocazas del enano todavía se movía mientras ardía el coche. Le daban como espasmos al muy cabrón









EL HOMBRE QUE HABÍA PERDIDO A TODAS LUCES CUALQUIER SIGNO DE DIGNIDAD Y DECORO


El hombre que había perdido a todas luces cualquier signo de dignidad y decoro escribió este cuento.