EL CÓNSUL ROMANO (MÁQUINA 4)


El cónsul romano cenó frugalmente aquella noche. Apenas medio pez del que ni distinguió la raza, vino aguado y pan ácimo. Aún así, soñó de nuevo con una gran cabeza de expresión triste y comprensiva, hermosa a pesar de las marcas vivas de los castigos que le habían y le eran en el sueño infligidos. Sangre, escoria y baba que no mitigaban su hermosura, por el contrario, la hacían más atractiva, como una miel de verdad para una mosca mundana. Y todo eso, a pesar de llevar enroscado por medio de una extraña zarza, un artilugio de cuero que conectaba a través de huecos conductos como arterias a una precisa máquina de embutir, que a través de unos pliegues que respiraban como las agallas de un animal marino, conectaban a su vez con una productiva máquina de palabrear que era alimentada constantemente a través de un embudo en el que una multitud de cuerpos humanos sin atributos sexuales ni distinciones físicas o gestuales, vertían de una forma extremadamente eficiente y ordenada pero extrañamente ansiosa, un tipo de material que el cónsul romano tampoco esta vez llegó a identificar